La noche del 16 de septiembre de 1999, la habitual paz de Villa Ramallo, a 200 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, se vio interrumpida por un asalto al Banco Nación que devino en una toma de rehenes que, a su vez, terminó en la más sangrienta lluvia de balas de la historia policial argentina.
El 6 de agosto de 1999, el ex juez federal de Campana, Osvaldo Lorenzo, tuvo la dicha de asumir como ministro de Justicia y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Era el hombre ideal para cubrir esa cartera en los 80 días que le faltaban al gobernador Eduardo Duhalde para cumplir su mandato. Contaba, además, con el beneplácito de la corporación policial, célebre por su naturaleza díscola. Duhalde pensaba que él podría pacificarla.
El Banco Nación, sucursal Villa Ramallo. De la paz pueblerina al horror.
Durante el mediodía de aquel jueves, una placa roja de Crónica dio cuenta de un asalto con toma de rehenes. Poco después, un tumulto de movileros, camarógrafos, reporteros gráficos y simples curiosos formaba allí un segundo anillo detrás del cerco policial. Y con el transcurso de las horas iban llegando más equipos periodísticos. El asunto daba para largo. Así, en medio de aquel suspenso, se incubaba lo que bien podría ser considerado el reality show más dramático de la televisión argentina.
A las 3:55 del día siguiente, el subcomisario Pablo Bressi (el mismo que sería jefe de La Bonaerense en 2016) caminaba sin soltar su celular. Ese sujeto con mejillas poceadas pertenecía al Grupo Halcón y había sido presentado a la prensa como un experto negociador en esta clase de casos. Entonces volvió a comunicarse con “Cristián”, tal como se hacía llamar Martín Saldaña, uno de los pistoleros que aún conservaban tres rehenes (el gerente de la filial, Carlos Chávez; su esposa, Flora, y el contador Carlos Sánchez).
El tipo había llegado allí –con Javier Hernández (a) “Miguel” y Carlos Martínez– con el propósito de dar el golpe que lo salvaría para siempre: lo que se conoce como un “asalto inteligente”. O sea, no se trataba de robar las cajas de atención al público sino la bóveda. Y si bien aquel era un anhelo demasiado ambicioso para un hampón de su categoría, lo envalentonaba el hecho de que el entregador fuera –así como luego se supo– una “fuente policial”.
De modo que el plan tenía los siguientes pasos: estar en la sucursal con anticipación al horario de apertura; reducir al primer empleado que llega para ingresar con él al hall; hacer lo propio con el resto del personal –entre ellos, el tesorero, que tiene la llave y el código de la bóveda–; encerrarlos a todos en un lugar seguro para finalmente ir hacia el botín.
Pero Saldaña cometió un error garrafal: hizo entrar por la fuerza a quien creía el tesorero. En realidad, era un peatón que pasaba por ahí. Su novia, que lo esperaba en la otra esquina, vio lo sucedido, y fue inmediatamente en busca de un teléfono público para llamar al 911. Entonces el plan se fue a pique. Una situación embarazosa, porque los mismos policías que habían liberado la zona para facilitar el atraco se vieron obligados a cercar la sucursal.
Tormenta de pólvora Carlos Chavez y su mujer, Flora Lacave viajaban en el auto que tomaron los delincuentes para huir. Él murió en el acto; ella fue gravemente herida.
El diálogo telefónico entre el doctor Varela con Miguel y Saldaña había sido escuchado por la policía. Así fue que los jefes del operativo estaban al tanto de que los delincuentes saldrían con los rehenes en un auto.
Había empezado el acto final. Enseguida se escucharon los primeros disparos.
El juez se tiró boca abajo al piso. A su lado lo imitaron los comisarios mayores Santiago Allendes, Carlos Miniscarco y Eduardo Martínez. No lejos de allí, en el pequeño estudio de FM Acero, tres chicas estaban refugiadas del asedio de otros medios: Daniela, Cecilia y Betina Chávez. Eran las hijas del gerente de la filial.
Cerca de allí, Liliana, la mujer del contador Sánchez, quien por horas había estado en una esquina con vecinos que intentaban contenerla, al estallar la tormenta de pólvora, intentó abalanzarse sobre el epicentro del conflicto, al grito de “¡No tiren! ¡No tiren!”.
Un fornido cabo de La Bonaerense se arrojó sobre ella para arrastrarla hasta la entrada de una casa y, en una contradictoria tentativa de sosegarla, aulló: “¡Callate la boca! ¡Dejá de gritar!”. Fue cuando cesó el infierno de las balas. Un segundo después, alguien gatilló por última vez con la inequívoca resonancia de un tiro de gracia. Ese proyectil, salido de un FAL, fue el que mató a Sánchez. En el interior del Polo murieron Chavez, el gerente Sánchez y Miguel, uno de los asaltantes.
Los integrantes del Comité de crisis abandonaron la escuela convertida en bunker. Saldaña fue el único ocupante del Polo que salió ileso. La señora Flora sobrevivió a dos heridas superficiales, al igual que el pistolero Martínez. Pero Miguel, el gerente Chávez y el contador Sánchez, murieron en el acto.
La pesquisa judicial que investigaba el hecho quedó al final en la nada
FUENTE: Télam.com.ar

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